El ruido de los carros ensordece. Son muchos y las ruedas gastadas raspan el asfalto. La carrera es rápida para subir los cajones al camión y sumar una propina más. Cuando el sol ya salió y los mayoristas quedan vacíos, lo que para otros es descarte, para muchos es el rebusque del día. Otros hacen malabares con las bolsas y los changos para cargar más de lo que se puede llevar con las manos, buscando precios para comprar suficiente para toda la semana. Los puesteros de afuera arman y desarman bolsitas que hoy no vendieron. Recorren para encontrar el mejor precio y esperan que mañana sea mejor.Fuentes oficiales estiman que por este lugar circulan unas 10 mil personas por día. Dicen que hubo una baja de circulación por el aislamiento, pero no hay registro de cuántos camiones ingresan en este contexto y la modificación no habría sido sustancial.
El área que denominan transaccional tiene 18 naves de puestos mayoristas y es “el corazón del mercado”. También hay industrias, productos agroganaderos y avícolas, distribuidoras, bancos y oficinas administrativas.
“Se achicó el horario de venta, la gente viene rápido y se va enseguida. Creo que faltan controles porque los cuidados dependen de cada puestero. En la entrada, a la mañana, está la Policía y pide los permisos o controla si alguno de los que ingresan tiene fiebre. Pero sólo a los que manejan. Si van dos o tres en el vehículo, controlan al conductor nada más. Y también hay gente, menos que antes, pero que sigue viniendo a comprar. Llegan caminando y entran por los costados. A ellos no se les controla nada”, se preocupa Miguel Pizzaro (61), que hace 20 años trabaja en el Mercado.
En su puesto no se notó la baja de clientes. Para él, como para muchos, la preocupación está puesta en la seguridad. Usan tapabocas, tratan de medir la distancia y algunos puesteros piden que los clientes se acerquen a comprar de a uno. Algunos desinfectan con lavandina antes de empezar y al terminar. Pero los días en que hay mucha gente “cuesta”, insisten.
Ezequiel tiene 39 años y señala, resignado, la cantidad de cajones que le quedaron sin vender. “La baja en las ventas es de un 30 por ciento. Yo sentí la pérdida de los clientes grandes. Las ferias barriales y los restoranes se cortaron. Y nos dejaron la deuda porque solía cobrar eso con cheques que terminaron rebotando. Cambió mucho la forma de vender, te mandan mensajes por Whatsapp, encargan lo que necesitan y mandan el camión a cargar. Ni vienen. Menos desde que se conoció que hubo casos de coronavirus adentro del mercado”, explica.
Nuevas formas de venta vinieron a reemplazar a los clientes que, cerrados por la cuarentena, dejaron de comprar. Los reconocen de lejos. Se los ve venir con el radar de quien registra la novedad. “¿Qué es eso?”, preguntan señalando el cajón exhibido con las mejores frutas de la tanda. “No entienden nada, preguntan mucho“, los describen. Son dueños de cervecerías reconvertidos en verduleros para afrontar los costos del local. Vecinos que ven el negocio en countries o barrios cerrados y ofrecen bolsones de verdura para evitar la salida. Empresas de catering que apostaron la estructura para reconvertirse.
“Hay mucho rebusque. Tengo un abogado que armó un reparto de verdura en su casa. La gente no quiere salir, acá eso se nota porque es más rápida la cosa. El primer caso de coronavirus que hubo en el Mercado nos generó un parate muy fuerte. No querían ni acercarse. También con el interior, porque no los dejan venir a comprar ahora que Buenos Aires es foco de contagio”, se queja Miguel.
Dino Germán Nacer (42) tiene su verdulería en Chivilcoy. Todas las mañanas, alrededor de las 4, se sube a su camión y hace los 160 kilómetros hasta el Mercado Central. Su barbijo tiene una sonrisa de caricatura. Le hace juego, porque parece que sonríe con los ojos mientras cuenta que cada vez es más difícil viajar.
“Allá en Chivilcoy no hay casos. Te controlan en la entrada la temperatura, recorren los negocios. Puedo ir y venir, pero si quiero salir por Chivilcoy tengo que hacer 14 días de cuarentena. Tenemos que hacer el reparto rápido, yo tengo cinco verdulerías además de la mía, y no me puedo bajar del camión. Nos cuidamos, porque si nos cortan esto no sé qué vamos a hacer. En Alvear, por ejemplo, no los quieren dejar venir a Buenos Aires, los mandan a Mar del Plata”.
En el Mercado Central de Buenos Aires confirmaron -hasta el momento- nueve casos de coronavirus. Los puestos en los que hubo positivos, por protocolo, cerraron durante 24 horas hasta que desinfectaran el sector. Luego, abrieron pero con personal que -se supone- no tuvo contacto estrecho con los infectados.
Eso preocupó sobre todo a los empleados en los puestos de las naves donde registraron casos. “Acá hay gente de 70 años trabajando. No hace falta que vengan de a tres a comprar. También podrían acotar la franja horaria, si a las 9 ya no anda nadie. O turnarnos para venir menos tiempo, no sé, se me ocurre a mí. En el puesto donde detectaron un caso, de una empleada administrativa, pusieron la faja, limpiaron y al otro día ya abrieron. No nos explicaron qué iba a pasar con la gente que compartió con ella”, advierte Juan, un trabajador de 64 años.
Esta rueda no puede detenerse. Primero porque deben asegurar el abastecimiento. Después, porque los productos frescos no pueden acopiarse y las pérdidas -en caso de que tuvieran que cerrar- serían millonarias.
El Mercado es tan grande que aplicar el distanciamiento no parece ser un problema difícil de resolver.
Piden más controles, sobre todo los empleados, quieren que desinfecten las naves y que haya más registro de quiénes ingresan para evitar que se acumule la gente los días fuertes (lunes, miércoles y viernes). Preocupados por la baja en las ventas, no quieren que haya más casos porque esas noticias asustan a los comerciantes que se vuelcan a otros centros a reponer mercadería.
Con las ferias polirrubro cerradas y menor circulación de personas que van a hacer sus compras en busca de mejores precios, se perciben un 30 o 40% menos de visitas en esas áreas. Los sábados, cuando además de la venta mayorista los consumidores minoristas visitaban el predio, podía haber hasta 15 mil personas en total. Casi el doble que ahora.
Domar a este monstruo en medio de la pandemia que vino a cambiarlo todo parece una tarea inabarcable. Pero el Mercado Central ahora huele a lavandina. Los barbijos tapan las caras cansadas y los gestos preocupados. Alguien comparte el celular con un compañero y lo miran raro. Afuera, un puestero recibe un mate compartido y parece salido de otra era.
Además de un lugar con reglas propias, este mercado es termómetro del consumo y de la calle. Lo que ocurre afuera encuentra su reflejo acá.
Está en las paradas de colectivo, en las ferias minoristas o en las entradas marginales, donde se cuelan vecinos con el carro de las compras. También entre los que se acercan al mediodía a revolver el descarte de lo que no se pudo vender. No es basura, es lo que quedó fuera de comercialización y para muchos es una oportunidad de llevar algo extra a sus casas.
Por las medidas para prevenir la propagación del COVID-19, las autoridades del Mercado, que asumieron el 2 de abril, dispusieron un protocolo que obliga a todos a usar tapabocas, como en el resto de la provincia de Buenos Aires. También recomiendan mantener el distanciamiento social y disponen un control al ingreso para tomar la temperatura.
El gentío que recorría los pasillos de la feria minorista ya no está circulando por el mercado. Sólo está abierta la feria frutihortícola y el comercio satélite es el primero en sentirlo.