El de Giancarlo Sepe es puro teatro poético, no porque esté escrito en verso como las tragedias griegas o los dramas de Mario Luzi, sino por una capacidad de captar una esencia, de profundizar, de expresar y comunicar quizás en destellos un sentimiento, un sentido para describir el cual las palabras serían un límite, mientras la visión se vuelve cautivadora.
Esto es lo que ocurre, más que en ninguna de sus otras obras, en »Fábulas» de Oscar Wilde, que, producida por el Teatro di Toscana, vuelve ahora a Roma hasta el 17 de abril en su espacio La Comunità y después estará en Florencia.
Todo diez años después de su última reposición y a 25 desde que se puso en escena por primera vez, superando entonces las 300 representaciones y ganando el premio Olimpici del Teatro.
Idear un espectáculo así requirió la locura imaginativa, el genio creativo de Sepe, que en el pequeño espacio de su teatro construyó una máquina impresionante y evocadora, casi la cávea de un anfiteatro rodeado de muros circulares con la plataforma redonda en la que se sientan los espectadores, que gira para permitirles seguir lo que ocurre alrededor en las paredes, donde rendijas y ventanas de diversos tamaños se abren e iluminan progresivamente, revelando imágenes, espacios, actores, casi imágenes de una linterna mágica que cobran vida, apoyadas por la música de Davide Mastrogiovanni, incluso en su repetitividad a veces hipnótica, que acaba por volverse apasionante.
Uno gira observando, en una oscuridad iluminada ocasionalmente por algunos colores, una especie de rompecabezas poético, el aleteo de las sombras, evocadores revoloteos de telas, flores, hojas y capullos como en un paso de las estaciones, manos que se agitan inquietas, expresiones de sufrimiento, de despertar, de momentos íntimos, un abrazo, un beso tembloroso entre el miedo y la pasión, de actores deambulando como prisioneros, leyendo o escribiendo, siguiéndose y sorprendiéndose, encontrándose entre la angustia y la esperanza, con el espectador mirando tanto como ellos miran al espectador en un juego de intimidad mutua.
Para ello se necesita un grupo de excelentes actores, capaces de expresar casi fríamente, sólo con su rostro, su cuerpo o una parte de él, una refinada gama de emociones cambiantes con una intensidad que debe llegar al público.
Es justo nombrar a los siete: Alberto Brichetto, Davide Giabbani, Ariela La Stella, Aurelio Madraffino, Riccardo Pieretti, Federica Stefanelli, Michele Dirodi, que fueron aplaudidos al final, junto con el director-autor de esta hora intensa, misteriosa, fascinante, que no hay que perderse en absoluto.
Podemos decir que se trata del espectáculo más cinematográfico de Sepe, no en cuanto al contenido y las sugerencias, como casi siempre ha sido el caso en sus obras anteriores, sino en cuanto a la forma, ya que aquí todo parece ser el resultado de un montaje, secuencias de fotogramas, imágenes cortas, no con un carácter narrativo, sino totalmente emocional.
Así que esta también parece la muestra más personal de Sepe, ya que se pone a sí mismo en la línea, escribe los textos cortos entre estas visiones, y cuanto más profundiza un artista en sí mismo, más se anula su ego, convirtiéndose en universal, teniendo un valor ejemplar y existencial.
Y al final de todo esto, ¿dónde está Oscar Wilde, del que una pequeña galería de retratos aparece dos o tres veces, como en cesura de momentos diferentes? »Más que narrar, uno sondea los territorios de la fábula.
Es como describir el estado de ánimo que lleva a la necesidad del relato fabulador, la urgencia de cruzar ese umbral que divide al hombre, inmerso en su realidad cotidiana, del realismo mágico del sentimiento, que también le atraviesa en su vida diaria y al que no cede por pudor o por miedo a hundirse en el análisis de sus propios sentimientos». © ANSA
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